El Vaivén de Rafael Cid
<<La Historia conserva la memoria, pero el tiempo la borra. Y el hombre vive en el tiempo, no vive en la Historia>>
(Miguel Torga. Diario II)
Nada como el antimilitarismo es más consustancial al espíritu del anarquismo. Un sincero y rotundo ¡No a la Guerra! asumido desde sus raíces más íntimas hasta las últimas ramificaciones. Como rango de vida. Sin oportunismos de parte ni disimulos retóricos. Un rechazo frontal y decidido a la violencia organizada desde el Estado y los Gobiernos, sean cuales fueren sus credenciales ideológicas. Lo que implica rechazar todo ese engranaje material, simbólico y mental que convierte al hombre en lobo para el hombre. El autoritarismo, el fanatismo, el oscurantismo, el chovinismo, la jerarquía, el imaginario institucional, la sinrazón de Estado, la deshumanización programada y cuantos trágalas nos disciplinan a la vertical de la dominación, en pulpitos, tronos y marcos de explotación. La ética del compromiso y la fraternidad cosmopolita. Posición existencial que el escritor portugués arriba citado justificó así: << La única forma de ser libre ante el poder es tener la dignidad de no servirlo>>.
El antimilitarismo libertario ancla su memoria a finales del siglo XIX, en momentos de ebullición del movimiento obrero, inscrita en los Principios de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT). Y más en concreto en su tercer Congreso, celebrado en Ginebra en 1868, que en contra de la opinión de Carlos Marx optó por <<recomendar a los trabajadores suspender todo trabajo en el caso de que una guerra estalle en sus países respectivos>>. En su punto 7º la AIT aclaraba al respecto: << […] el sindicalismo revolucionario combate el militarismo y la guerra. El sindicalismo revolucionario recomienda la propaganda contra la guerra y la sustitución de los ejércitos permanentes […] exige el boicot y el embargo contra todas las materias primas y productos necesarios para la guerra […] el sindicalismo revolucionario recomienda la huelga general preventiva y revolucionaria como medio contra la guerra y el militarismo>>.
Propuestas debatidas y desarrolladas posteriormente en el Congreso de la Alianza Internacional Antimilitarista, convocado por los anarquistas en Ámsterdam en agosto de 1907, con asistencia de representantes de 14 países, entre los que se encontraban personalidades como Errico Malatesta, Rudolf Rocker o Emma Goldman. En la ciudad holandesa, el miembro de la delegación italiana Luigi Fabbri establecería el vínculo entre anarquismo y antimilitarismo que en adelante nunca abandonaría a la formulación libertaria. <<El antimilitarismo de la Alianza Internacional –sostuvo- es, de hecho, antiautoritario y antipatriótico. Sin ejército, sin soldados, sin profesionales de la violencia sobre sus semejantes, no es posible que subsista ningún privilegio, sea político o económico […] Lógicamente quien combata el sistema de la autoridad del hombre sobre el hombre, quien quiera ser verdaderamente antimilitarista, ha de acabar por ser anarquista>>.
Pero había que pasar del dicho al hecho. Llamar a la huelga general insurreccional contra la guerra y evaluar su eficacia disuasoria. Un mandato imperativo antimilitarista que trató de ejecutarse pocos meses después de estallar la Gran Guerra de 1914 (la primera calificada como <<mundial>>), eligiendo para ello España, el país europeo donde había arraigado con más fuerza la ideología anarquista entre la clase obrera. En mayo de 1915, antes de cumplirse el año del inicio de la contienda, se convocaba en El Ferrol (Coruña) un cónclave ácrata para definir la posición ante el estallido bélico. Temeroso de la trascendencia que el acto pudiera tener entre la población trabajadora, el gobierno español, a pesar de haberse mantenido neutral en la guerra, prohibió su realización, encarcelando a algunos de sus promotores y deportando a los emisarios extranjeros. Diezmados por la represión y actuando desde la clandestinidad, los asistentes lograron no obstante constituir una comisión permanente del Congreso Internacional de la Paz compuesta por cinco miembros. Su objetivo inmediato: redactar <<cada quincena una alocución revolucionaria, escrita en los idiomas de las naciones beligerantes, para hacerla llegar por todos los medios a las trincheras y campos de batalla>>.
Pero nada detuvo la masacre (se prolongó durante tres años más, dejando 20 millones de muertos) y con ello el microcosmo anarquista acusó su primera disputa en torno a lo que hasta entonces había sido axioma para enfrentar la técnica más antigua y endógena de <<terrorismo de Estado>>. Por un lado, estaba el sector mayoritario que identificaba pacifismo y antimilitarismo sin matices ni excepciones, considerando que a su rebufo podría fagocitarse la acción revolucionaria (formato utilizado por Lenin en 1917 al capitular ante la Alemania prenazi abandonado el campo aliado a costa de importantes cesiones territoriales). Del otro, una significativa minoría que observaba críticamente un cierto irenismo en la versión oficialista, abriéndose en consecuencia a distinguir entre guerras de agresión (injustas y rechazables de plano) y guerras defensivas (justas y necesarias de apoyo social). Esta actitud era la que postulaban los anarquistas que suscribieron El Manifiesto de los Dieciséis el 28 de febrero de 1916.
<<Presionados por los acontecimientos>>, como decía el comunicado a modo de justificación, un elenco de dieciséis de destacados libertarios, con Piotr Kropotkin a la cabeza, rompió con el tradicional abstencionismo militarista tomando partido contra el ejército del Káiser, que había embarcado al pueblo alemán en <<una guerra de conquista>>. Con este argumentario tan dramáticamente vigente:<< […] Más que nadie, y durante mucho tiempo, nosotros y nuestros periódicos, hemos estado siempre en contra de todas las guerras de agresión entre pueblos y contra todo militarismo, y no nos importa el uniforme que se luzca, imperial o republicano […] es la población de cada territorio la que debe expresar el consentimiento o no a ser anexionada […] (los trabajadores alemanes) deberían declarar que se niegan absolutamente a hacer anexiones, o a aprobarlas; que renuncian a la pretensión de recibir “contribuciones” de las naciones invadidas; que reconocen el deber del Estado alemán a la reparación, en la medida de lo posible, de los daños causados por la invasión a los Estados vecinos; y que no pretenden imponer condiciones de sometimiento económico bajo el nombre de tratados comerciales […] Por nuestra parte, rechazamos rotundamente compartir las ilusiones de algunos de nuestros compañeros en lo referente a las disposiciones pacíficas de quienes dirigen los destinos de Alemania. Preferimos mirar el peligro a la cara y hacer lo que haya que hacer para hacerle frente. Ignorar ese peligro sería aumentarlo>>.
Apoyado también por Christian Cornelisen, Jean Grave, Charles Malato y Paul Reclus, entre otros, y defendido en España por Eleuterio Quintanilla y Ricardo Mella, el texto culminaba priorizando el derecho a la defensa colectiva de las víctimas: << En nuestra conciencia más profunda, la agresión alemana es una amenaza – llevada a término- no solo contra nuestras esperanzas de emancipación, sino contra toda la evolución humana. Es por eso que nosotros, anarquistas, nosotros, antimilitaristas, nosotros, enemigos de la guerra, nosotros, partisanos apasionados de la paz y de la fraternidad de los pueblos, nos ponemos del lado de la resistencia y no sentimos la necesidad de separar nuestros destino al del resto de la población. No creemos que sea necesario insistir en que preferimos ver que la gente tome el cuidado de su defensa en sus propias manos […] Y es porque queremos la reconciliación de los pueblos, incluido el alemán, que creemos que es necesario resistir a un agresor que representa la aniquilación de todas nuestras esperanzas de emancipación>>.
Visto en perspectiva el antimilitarismo proactivo de El Manifiesto de los Dieciséis, descalificado como una traición a las esencias por el grueso del anarquismo (increíble mutación la de un Kropotkin, que en esa percepción reprobatoria pasaría de máximo valedor del apoyo mutuo a adalid del belicismo competitivo), se impondría a la larga en la praxis libertaria. En su esquema moral, cuando se avasalla y pisotea al débil la no intervención dejaba de ser una opción. Ni en la Guerra Civil española ni en la Segunda Guerra Mundial el anarcosindicalismo permaneció expectante, previendo que una huelga general universal obrara el milagro desmovilizador (de la misma forma que el ideal esperantista no devino en lengua franca global). Muy al contrario, la CNT-FAI fue la primera organización social en responder a la agresión de los militares fascistas a las órdenes de Franco, y posteriormente muchos de esos militantes nutrieron las fuerzas que lideraban la resistencia contra los nazis. Precisamente fueron cenetistas de La Nueve los combatientes que liberaron París, como avanzadilla de las tropas aliadas del general Leclerc, a las 3:30 horas del 25 de agosto de 1944.
En este infame primer tercio del Siglo XXI, el ¡No a la Guerra! acumula muchos frentes nuevos. Riesgos estratégicos, como el horizonte de colapso climático; la renovada amenaza de una catástrofe nuclear y las pandemias descontroladas se unen a recurrentes crisis económicas; persistentes hambrunas; lacerantes desigualdades; el racismo y la xenofobia; aparte del resurgir de las invasiones armadas y el nacionalismo populista por parte de superpotencias. Escenarios todos ellos donde la polinización anarquista debe cavar sus trincheras antimilitaristas. Porque todas esas plagas son metástasis de una misma enfermedad que avanza sin remedio hacia su fase terminal: el sometimiento a los intereses del sistema rampante. La vertical de un poder convertida en institución total que, a modo de monstruoso panóptico, dirige, controla y mercantiliza hasta los menores latidos de la ciudadanía.
Hoy el orgulloso espíritu de concordia que iluminó a la Primera Internacional sucumbe ante las prerrogativas autoimpuestas de la sociedad de consumo. Son gentes normales y corrientes las que nutren los ejércitos (trabajadores de caqui); probos padres de familia los que se afanan en las fábricas de armas (trabajadores con mono azul); y profesionales reputados los que investigan para la industria militar (trabajadores de cuello blanco), uno de los sectores productivos más estables y que mayor número de empleos directos proporciona (47.693 personas en sus filas, con un salario medio superior en un 82% a la media española para 2020). En plena polémica sobre la construcción por la pública Navantia de varias fragatas destinadas a Arabia Saudí en la guerra del Yemen, ya dijo el alcalde izquierdista de Cádiz (robándole la frase a Margaret Thatcher) que no había alternativa. Funambulismo similar al perpetrado por Pablo Iglesias al nombrar jefe de su gabinete en la vicepresidencia segunda del Gobierno (de Derechos Sociales) al ex JEMAD José Julio Rodríguez, hoy <<pacifista y antimilitarista>> declarado en su cargo de secretario general de Podemos-Madrid y ayer Director General de Armamento y Material del ministerio mal llamado de Defensa.
Ahora más que nunca se necesita coraje para comportarse como adultos: ¡rompan filas!
(Nota. Este artículo sea publicado en el número de Mayo de Rojo y Negro).
Autor font: Radioklara.org